EL FIN DE LOS HUMAHUACAS
Hace mucho,
mucho tiempo los indios humahuacas vivían sin privaciones en las
tierras de su quebrada. Dicen que éstas eran tan verdes y fértiles
como lo es hoy la pampa, y que en sus terrazas crecía el maíz como
crece la hiedra a la sombra de los árboles. Como no era tan duro el
trabajo, y su fruto abundante, los dueños de esa tierra podían
compartir la paz y la alegría que les enviaba la Pachamama en
fiestas interminables. Y dicen también que las cosas habrían
seguido así para siempre si no hubiera sido por la envidia de los
calchaquíes, la codicia de los diaguitas y la belleza de Zumac.
Calchaquíes y
diaguitas se aliaron un día y decidieron conquistar la tierra
humahuaca. Hubo largas reuniones secretas, planes y contraplanes,
espías que se asomaron a la quebrada e informantes que volvieron a
contar que los humahuacas no sospechaban nada, demasiado satisfechos
como para pensar en la guerra. Y que el único obstáculo para sus
planes era el jefe, que sabía cómo convertir de golpe en un
ejército a las familias campesinas. Las dos tribus aliadas
prepararon sus arcos, y sus flechas, sus hondas y sus piedras y,
sobre todo, prepararon a Zumac.
La más linda
entre los calchaquíes y las diaguitas, Zumac Huayna, no sólo era
joven y hermosa. Ante todo, estaba convencida de sus encantos. Sabía
cuando bajar la vista con una media sonrisa. Sabía acercarse
silenciosa a sus interlocutores hasta casi rozarlos con su cuerpo
firme y, al alejarse, caminar por la aldea con la seguridad de una
reina.
Así llegó
Zumac, hasta las casas humahuaqueñas, en el atardecer del día
señalado. Ella contó sus historia de india perdida y las mujeres la
llevaron a descansar y la convidaron con un vaso de alhoja. Más
tarde, a la hora de la fiesta y el baile, conoció al jefe. Se
miraron muchas veces a través del aire frío de la noche y el humo
de la fogata, y ella lo fue enredando con su collar de cuentas
invisibles. Más tarde se cruzaron en el momento que, acallados los
pinkullos y las ocarinas todos iban a recogerse; y más tarde todavía
él dormía junto a ella, envuelto en su olor recién descubierto. La
noche, de luna nueva, era oscurísima sobre la quebrada, y nadie
estaba despierto para escuchar el silencio enorme que cubría el
valle como una manta.
El sorpresivo
ataque de las tribus aliadas no dio lugar a la defensa de los
humahuacas. Ni los que huían de sus casas, ni los que intentaron
buscar sus armas, ni los que se ocultaron en los maizales, ni los que
corrían desesperados hacia las montañas, ni uno solo pudo escapar
de la masacre. El mismo jefe murió como uno más, pero antes maldijo
a sus enemigos y les auguró que no les serviría de nada la
victoria.
Y así fue. Al
día siguiente, cuando el sol iluminó la quebrada, el paisaje era
otro. El pueblo y los cultivos habían desaparecido. La tierra se
había secado, se había vuelto arenosa y estéril, y estaba
extrañamente teñida de rojo, de morado, de rosa...
¿Dónde
estaban los muertos, la sangre, los despojos? En vez de cadáveres,
sobre ls laderas, de a trechos, entre las piedras y el polvo, había
brotado una planta desconocida. Miles de cardones, con sus verdes
brazos espinosos, poblaron las cuestas, los pasos y las cimas. Se
levantaban desafiantes, únicos pobladores del desierto que es ahora
lo que fue la tierra que les pertenecía. Y en primavera, bajo el
cielo más azul que se conozca, dejan salir de entre sus espinas
increíbles flores amarillas, blancas y rojas que, según dicen, son
las almas de los desaparecidos indios humahuaqueños.
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